Pavlo
Conocí a Pavlo hace unos años, en el barco Eclipse: trombonista ucraniano, impecable en su interpretación. No es que fuera un virtuoso, pero hacía lo que tenía que hacer, y punto. Tocaba con ligereza las notas escritas en el papel, y con eso bastaba. No necesitábamos más.
Había aprendido a tocar en la escuela primaria, como parte de un taller obligatorio. Ya saben, esas asignaturas que las instituciones visten de arte para que los niños participen en los festivales escolares, conmuevan a sus padres, y fin del cuento.
Más tarde, se lo tomó en serio. Una vacante en la banda militar le dio oficio, rumbo, y algo parecido a un propósito.
Con el tiempo se hizo marinero. Tocaba y viajaba por el mundo, llevando consigo su trombón, su esperanza, y el deber silencioso de sostener a su esposa y a su hijo.
Era amable, sin esfuerzo. A mí me llamaba my friend, y luego chasqueaba la boca, y con ese gesto el aire se volvía más ligero.
A veces, después del espectáculo, me invitaba a su cabina a brindar con un aguardiente fortísimo de su tierra: un vodka transparente como el hielo, pero capaz de incendiar la garganta. Bebíamos en diminutos vasos de papel.
Otras veces tocaba mi puerta sin ninguna razón en especial.
Cuando salía, lo encontraba siempre bien vestido; chasqueaba la boca y decía:
—Anda, vamos a tomar.
Lo decía como si fuera un alivio hacerlo, como si el destino fuera a correr un poco más rápido, y más liviano. Sobre todo eso: más liviano. Y yo entendía ese gesto como un ritual que nos hermanaba.
La última vez, me dijo: —Mi hijo ha peleado su primer round de box. Mi esposa lo ha grabado todo y me lo ha enviado. Anda, tenemos que verlo.
Lo dijo con el tono militar que se adueña de las grandes ocasiones, pero también con los ojos de un niño a punto de desenvolver un regalo.
Y así, en medio del vodka, y de un barco que parece nunca detenerse, en la oscuridad de lo que nos hizo permanecer ahí, mirábamos entusiasmados la primera pelea de su hijo.
Tenía apenas unos diez años, y golpeaba duro, y fuerte. Pavlo, entusiasmado, decía:
—¡Vamos, vamos!...
Jab derecho, izquierdo, combinaciones, juego de piernas.
—¡Cúbrete, hombre!...
Era como si estuviera ahí con él en ese momento, pese a los miles de kilómetros que separaban a un padre de su hijo.
El niño ganó. Extenuado, pero invicto. El réferi alzó su brazo, y Pavlo saltó como si también él hubiera vencido.
—Man, man! —reía—. ¡Ha ganado, ha ganado!
—Es bueno, Pavlo. Muy bueno. Felicidades.
Entonces él miró el calendario, no como quien busca una fecha, sino como quien promete un regreso.
Brindamos otra vez. Vodka helado en diminutos vasos de papel.
—Gracias por ver esto conmigo —dijo, y esta vez su voz temblaba.
Nos abrazamos antes de despedirnos. Un gesto sobrio y con ello era como si cerráramos una ceremonia.
—Nos vemos mañana —dijo al final, y chasqueó la boca una última vez. Y con ese gesto, el aire se volvía más ligero.
Esa noche dormí con una sonrisa que no se disolvía.
que se extendía por los rincones de mi sueño
Era casi
como si el aire corriera más ligero.

